Mi hija tiene 16 y, como cualquier adolescente, lidia con el drama social y sus altibajos. Quiero que tenga un celular por su propia seguridad, pero el año pasado me di cuenta de que lo estaba usando para mucho más que eso. Se desvelaba enviando mensajes de texto y pasando tiempo en las redes sociales. Y, para ser honestos, la hermosa hija que yo conocía y amaba se estaba convirtiendo en un ogro.
Después de investigar sobre sus horas usando el teléfono (que fue todo un reto para una mamá que es tecnológicamente inútil como yo), mi esposo y yo decidimos que era el momento de que pusiera su teléfono en nuestro cuarto a la hora de acostarse. Honestamente, no tenía ni idea de cuánto le afectaría esta decisión a nuestra hija. Después de explotar con enojo, empezó a llorar y se deshizo en lágrimas. Mientras la abrazaba, simplemente la escuché. Escuché todas sus preocupaciones y temores que sentía sobre no encajar en la escuela y no estar al tanto de todo lo que sucedía. Pero hubo algo más preocupante que la estaba manteniendo despierta durante las noches… Mi hija estaba aconsejando a otra joven por las noches, una joven que estaba contemplando el suicidio. Su generoso corazón estaba en alerta máxima. TENÍA que estar despierta y disponible en todo momento “por si acaso” su amiga la necesitara.
Pudimos hablar, hablar de verdad (bueno, ella habló y yo contuve la respiración, deseando que no parara). Compartió todo el drama de sus círculos sociales, los comentarios de los que tenía que estar al tanto en las redes sociales, las pijamadas y las fiestas que veía en las redes a las que no la habían invitado, y, lo más importante, sobre cómo había tomado la responsabilidad por la vida de su amiga. Mi hija se sintió aliviada cuando hablamos de cómo podía romper el silencio y conseguir que su amiga buscara ayuda, ayuda de verdad. Además, hablamos de cómo no era la obligación de mi hija cargar con esa responsabilidad, especialmente sola. Juntas, ideamos un plan para involucrar adultos que pudieran apoyar a su amiga y romper el silencio en cuanto a sus pensamientos suicidas.
Cuando todo se tranquilizó e insistimos en nuestra nueva regla de “no teléfono por las noches”, me quedé asombrada por los cambios que vimos. ¡Mi hija estaba tan aliviada! Así como imponemos una hora de llegar a casa, mi hija necesitaba esta estructura paternal para quitarle la presión. Además, mientras que al principio el asegurarnos que el teléfono estaba en nuestro cuarto por las noches fue un ajuste para todos (no les miento, algunos días era más difícil que otros, dependiendo de qué estaba pasando en sus círculos sociales), pronto llegó a ser rutina. Ella empezó a usar los límites que le impusimos para protegerse a sí misma, diciéndole a sus semejantes que sus padres le quitaban el teléfono por las noches (le dimos permiso para culparnos por cualquier “oso”). Empezó a dormir de nuevo. Era menos irritable. Y vi que, poco a poco, mi hermosa niña regresaba.
Navegar la tecnología no es divertido, ni para padres ni para jóvenes. Pero lucharé por la salud de nuestra hija, y me alegra poder reportarles que vale la pena.